domingo, 24 de agosto de 2008

LOS JUEGOS OLÍMPICOS Y LOS VALORES


En estas dos semanas en que se desarrollaron los Juegos Olímpicos, nos vamos enterando (como cada 4 años) de un montón de cosas que hacen al deporte.

Algunos se sienten un poco deportistas sólo por trasnochar para poder ver por TV un juego que quizás hace unos días ni siquiera sabían que existía.

¡Ganamos!, dicen los que hacen de la competencia una cuestión de patriotismo. Y de veras se sienten ganadores, aunque su participación se haya limitado a tomar unos mates frente a la tele.

Mi amadísimo Borges diría “¡que trivialidad!”. Otros desmerecerían los triunfos por tratarse de súper profesionales que pervierten el verdadero significado del deporte.

Tengo que confesar que yo era uno de los que opinaban así, pero ahora prefiero verlo desde otro punto de vista.

Es cierto que los que triunfan o, al menos, participan en los Juegos Olímpicos, son una “nano minoría” de los habitantes del país y que ni siquiera son una muestra del estado físico promedio de ellos, pero el triunfo de un deportista produce efectos colaterales.

Por trivial que parezca, el sentirse ganador “por contagio”, refuerza el estado anímico de la gente por la euforia que produce. En el triunfo de un deportista o de un equipo, decimos “¡se puede!” Y todos felices.

Pero lo más importante es que, como el triunfo deportivo conlleva no sólo fama sino también un bienestar económico, muchos chicos tratan de llegar a lo mismo y se dedican a distintos deportes. Lo más probable es que no lleguen, pero al menos viven una vida sana.

Claro que a causa de eso, muchos padres (los mismos que participan desde el sillón mirando tele), quieren “salvarse” con una futura consagración de sus hijos, y comienzan su explotación, exigiéndole más de lo que debieran. Y que se llegan a trastocar los valores que debieran exaltarse con el deporte.

Pero eso no es nuevo. En la antigua Grecia, lugar donde nacieron los Juegos Olímpicos, ya existía la preocupación por ese cambio de valores que producían.

Se dice que sus orígenes, allá por el 776 aC, tenían fundamentos políticos, militares y religiosos. El pueblo griego cultivaba la inteligencia como atributo fundamental del ser humano, pero eso no impedía que continuamente vivieran en guerras intestinas y con otros pueblos vecinos. Cultivar la inteligencia significaba pasarse horas enteras dialogando peripatéticamente (paseando) o apoltronados en canapés. O sea, que cuando se necesitaba un joven para la guerra, sólo encontraban flacuchos inteligentes. Así que se propusieron exaltar la competencia física, para lograr lo que después los latinos llamaron “mens sana in córpore sano” (Juvenal).

Pero, como no podía ser de otra manera, el propósito se fue desvirtuando y los Juegos pasaron a ser una meta en sí mismos, tanto por la fama que se lograba, como por el bienestar económico que reportaba a los vencedores.

Los judíos de la diáspora sintieron que sus tradiciones se quebraban cuando sus hijos comenzaron a participar de los Juegos.

Sabido es que los atletas corrían absolutamente desnudos, por lo que un judío quedaba expuesto a ser reconocido como tal y ser burlado por su circuncisión y por su misma condición de judío. Por eso, para no repetir su historia, los atletas judíos comenzaron a abandonar el rito de la Alianza, con gran estupor y escándalo de sus padres al saber que sus nietos eran incircuncisos y, por lo tanto, paganos. Eso sin contar que el nudismo estaba prohibido por las leyes religiosas (“No descubrirás la desnudez de tu padre… etc.”)

Al fin, en el 392, el emperador Flavio Teodosio abolió los Juegos Olímpicos que habían sido adoptados por el Imperio Romano (convertido al catolicismo)

Tuvieron que pasar mil quinientos años, para que Pierre de Fredi, barón de Coubertin, restaurara los Juegos.

Y unos pocos años más para que volviera a pervertirse el verdadero significado del deporte.


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